La taza del veneno | Crímenes con historia y mucho arsénico

Hay objetos que nos acompañan sin pedir protagonismo. La taza, por ejemplo. Amiga de los desayunos lentos, de las sobremesas con charla, de las pausas con aroma. Tan inocente, tan cotidiana. Y, sin embargo, no siempre ha contenido café. A veces, ha contenido muerte.

Detrás de su cerámica discreta o de su plata reluciente, la taza ha sido cómplice de crímenes perfectamente planeados. Algunos de ellos, célebres. Otros, olvidados. Pero todos comparten una misma escena: alguien bebe, alguien muere. Y casi siempre, nadie lo nota a tiempo.

Locusta, la asesina con receta imperial

Roma, siglo I. Mientras los senadores debaten y las estatuas vigilan, una mujer perfecciona el arte de matar sin dejar rastro. Se llama Locusta y es más temida que la peste. Tiene un talento especial para los venenos y una clientela de alto nivel: Agripina, Nerón… gente con nombres poco compatibles con la longevidad.

A Locusta se le atribuye la muerte del emperador Claudio —un plato de setas letales— y, sobre todo, la de Británico, el hermanastro incómodo de Nerón, que cayó redondo tras un sorbo de agua. Agua. En Roma. En una copa servida con intención y belladona. No es que fuera discreta, es que era brillante.

Su éxito fue tal que, tras un breve paso por la cárcel, se le indultó… para contratarla como envenenadora oficial del Imperio. No se puede decir que la vida le diera limones, pero sí cicuta, acónito y ciclamen. Y supo usarlos.

Giulia Tofana: el veneno que sabía a nada

Siglo XVII. Italia barroca. Los maridos son para siempre… hasta que llega Giulia. Con su “Aqua Tofana” —un cóctel letal de arsénico, plomo y belladona—, ofrece a muchas mujeres una solución rápida y silenciosa. Unas gotitas en la sopa, otra en la taza de vino, y en unas horas, viudedad garantizada.

El veneno no tenía sabor, ni olor, ni compasión. Era un líquido tan discreto como eficaz. Y lo mejor: parecía una muerte natural. Giulia no envenenaba directamente. Ella distribuía. Como si vendiera cosméticos, pero con más resultados y menos devoluciones.

Los Borgia y el arte de servir con estilo

En pleno Renacimiento, la familia Borgia convirtió el veneno en una herramienta diplomática. El papa Alejandro VI y sus hijos —Lucrecia y César, siempre rodeados de rumores y copas— dominaban el protocolo… y el arsénico.

La “cantarella”, un veneno cuya fórmula sigue siendo un misterio, circulaba por las mesas vaticanas camuflada entre brindis. Un trago, una sonrisa, una ausencia en la cena siguiente. La taza —o copa— era de plata, por supuesto. La muerte también tiene sus formas.

El café que mató al abuelo

Inglaterra, 1833. George Bodle toma su café matutino como cada día. Es lo último que hace. Su nieto, que le preparó la bebida, no ganó el premio al mejor barista del año, pero sí un hueco en la historia del crimen.

El café, servido en una taza de loza, llevaba arsénico. Toda la familia enfermó, pero solo Bodle murió. El caso fue tan desconcertante que provocó el nacimiento de un hito en la ciencia forense: el test de Marsh. Gracias a él, por fin se pudo detectar el veneno en un juicio, aunque demasiado tarde para el abuelo.

Marie Lafarge y el matrimonio fatal

Francia, 1840. Marie Lafarge no encajaba en el papel de esposa abnegada. Su marido, Charles, tampoco era un príncipe encantador. Así que Marie hizo lo que cualquier protagonista de novela decimonónica con acceso a una botica: mezcló arsénico en su bebida.

El caso fue un escándalo nacional. Se habló más de esa taza que de los presupuestos del Estado. El juicio fue seguido como un reality show, y marcó un antes y un después en la toxicología aplicada a los tribunales. A falta de cámaras, los periódicos hicieron el resto.

Las tazas también hablan

No todas eran de porcelana fina. Había de barro, loza, estaño o incluso antimonio, metal que liberaba veneno lentamente en contacto con el vino. Se usaban en palacios y en tabernas. Algunas eran opacas, ideales para ocultar sustancias. Otras, tan elegantes como traicioneras.

Lo interesante no es solo lo que contenían, sino lo fácil que resultaba deslizar un polvo blanco en un líquido oscuro sin que nadie lo notara. Y qué mejor momento para hacerlo que en un brindis, cuando todos miran a los ojos… menos a la taza.

El arte de matar sin levantar sospechas

Los venenos favoritos compartían tres virtudes: eran insípidos, incoloros y solubles. El arsénico, la belladona o el cianuro eran estrellas del momento. Un poco en el vino, otro poco en el té, y el resultado podía ser desde una indisposición misteriosa hasta una muerte tranquila y sin aspavientos.

La medicina no sabía cómo detectar estas sustancias, lo que dio a los envenenadores una ventaja considerable. Hasta que la ciencia empezó a mirar más de cerca lo que había en las tazas… y en los cadáveres.

Cuando el miedo estaba servido

El temor al veneno convirtió las mesas en campos de batalla silenciosa. Aparecieron catadores oficiales, copas con piedras que cambiaban de color al detectar sustancias, supersticiones, amuletos… y mucha paranoia.

Porque en ciertas épocas, aceptar una bebida podía ser un acto de valentía. O de estupidez.

Un último sorbo

Hoy, cuando tomamos café o infusión, lo hacemos sin pensar en estas historias. Por suerte. Pero si alguna vez notas que alguien insiste demasiado en servirte la taza, sonríe con educación… y sírvete tú.

No por desconfianza, claro. Solo por cultura general.